Por Hipólito Pecci www.reflejosdelpasado.com
Tras un día difícil y de mucho trabajo, ¡Por fin he llegado a casa!
Extraigo las llaves del interior del bolsillo, franqueo la entrada al portal y, tras echar la típica ojeada al buzón y comprobar que sigue ocupado por los mismos folletos publicitarios de siempre, pienso si debo esperar al ascensor o subir por las escaleras.
Me decido por esta última acción, y emprendo el ascenso disfrutando, deleitándome con el remojón que me espera, una larga y tonificante ducha.
Abro la puerta y percibo el ambiente familiar, protector del interior de mi domicilio. Suelto los bártulos en la primera silla desocupada que localizo en mi trayecto, y mientras me encamino hacia el cuarto de baño, hago un alto en la cocina para avituallarme con un vaso de agua.
Enciendo el grifo y el preciado elemento comienza a inundar el recipiente ¡Perfecto!
Una vez saciada mi sed, y tras desnudarme, no me queda más que disfrutar de la llovizna que comienza a empapar mi cabeza, mis hombros y finalmente todo mi cuerpo. ¡Es un momento glorioso!
Esta escena forma parte de una típica jornada en multitud de hogares, movimientos comunes, beber agua, ducharse, a los que nadie da importancia…
Hasta llegar a estos actos que nos son tan cotidianos, se ha llevado a cabo un largo peregrinar, se ha producido un dilatado viaje en donde han tenido que promoverse multitud de ensayos, tentativas, estudios, etc., con el fin de alcanzar una meta muchas veces banal para la inmensa mayoría de los mortales.
Pero vamos a comenzar por el principio…
En los períodos paleolíticos, las vías fluviales ejercían una doble función para los grupos humanos, pues no solo abastecían de agua a la comunidad, sino que, de igual forma, les proporcionaban alimento, ya que los lechos de los ríos eran un hervidero de animales, que estaban obligados a acercarse a los abrevaderos, convirtiéndose en piezas de caza.
Posteriormente, entre el 12/11000 a. C., y el 8000/4000 a. C., comienzan a mostrarse los primeros indicios de sedentarización, y con ello, las incipientes intervenciones encaminadas a la gestión, gobierno y administración de ríos, arroyos, lagos, etc.
De esta forma, y con el fluir del tiempo, hacia el IV m. a. C., surgen en el denominado “Creciente Fértil”, es decir, Nilo, Tigris y Éufrates, así como en otros territorios del planeta, como puede ser el caso del río Indo, una serie de culturas que se conocen con la denominación de “sociedades hidráulicas”, por ejemplo, Mesopotamia, es decir, “la Tierra entre Ríos”, conformada en la actualidad por la mayoría del territorio de Irak, noreste de Siria y Sureste de Turquía, así como Kuwait.
El avance de estos asentamientos estaría supeditado a la gestión eficiente del agua, llegando a convertirse en un fundamento social tan importante, que, incluso emergerían divinidades vinculadas a ella, como muestra, Hapy, que, con su venida, inundaba y fertilizaba el valle del Nilo.
Paulatinamente, se controlarían las inundaciones, se crearían sistemas de riego, dispositivos para extraer el agua, como el shaduf, diques, canales y esclusas, además de estructuras cuya misión era la de medir el nivel de agua, como muestra el Nilómetro, construcción que medía el nivel del agua, y con ello, una predicción de la inundación y el caudal del Nilo, con el fin de conocer la abundancia o escasez de la cosecha del año.
Avanzando en el tiempo, se utilizarían norias y sistemas de regadío para las huertas y campos de cultivos, aparecerían nuevas construcciones, como el azud, construcción encaminada a la elevación del nivel de pequeñas corrientes de agua, para distribuirlas, posteriormente, por los cultivos mediante acequias.
O la gran obra maestra de romana: el acueducto.
Pero, ya que hablamos de Roma, la urbe se transformaría en el lugar más poblado del mundo durante el siglo I, contando con, más o menos, un millón de habitantes, y, ya se sabe, donde hay mucha gente, hay mucha…
Y esto es harina de otro costal.
Llevar a cabo las necesidades fisiológicas, se volvió un acto social.
El romano se acercaba a los aseos públicos (latrinae) distribuidos por la ciudad, y que se comunicaban con las alcantarillas, donde iban a parar los residuos que se generaban.
Las evacuaciones se realizaban sentados, en orificios existentes a lo largo de un banco, sin ningún tipo de separación que preservara la intimidad, constituyéndose en una suerte de reuniones, en donde, en muchos casos, se cerraban negocios y transacciones.
Como curiosidad, tras finalizar el proceso, no utilizaban papel, sino que hacían uso de una esponja de mar, a la que habían añadido un mango, y, tras su uso, se dejaba lista para la siguiente persona, enjuagándola en un canal de agua salada que corría por el suelo.
Con el paso del tiempo, durante el Medievo, estos trances se volvieron actividades privadas, existiendo habitáculos, con simples agujeros, en las murallas de los castillos, si bien, el grueso de la población se contentaba con recipientes, como bacinillas u orinales con los que realizar el famoso “¡agua va”! por ventanas y balcones.
Poco a poco irían apareciendo nuevos útiles, como es el caso del retrete, o wáter, ingeniado por el inglés John Harrington a finales del siglo XVI, que contaba con algún tipo de sistema para “descargar” agua.
En las centurias posteriores, se manufacturaron nuevos sistemas de inodoros, aunque el orinal continuaría siendo la “estrella” de uso habitual, estando presente, hasta bien entrado el siglo XX, en muchas localidades rurales.
Y no sería hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando, en los hogares, se establecería algún espacio que pudiera ser definido como un “cuarto de baño”, sobre todo en los domicilios de las clases pudientes.
En fin, el agua constituye una parte vital del interior de nuestro cuerpo, sin embargo, en muchas etapas de la Historia se ha resistido a ser un componente básico de nuestro exterior.
¡Hay que ver lo rarito que soy y las cosas que pienso mientras disfruto de una agradable ducha!