El derecho a reparar: La guerra al hardware desechable

Redacción

Europa ha decidido poner fin a una era de dispositivos efímeros, baterías selladas y móviles que mueren antes de tiempo. Con la nueva Ley de Reparabilidad, fabricantes y gigantes tecnológicos estarán obligados a permitir que los ciudadanos reparen sus dispositivos durante al menos una década. Pero detrás de este avance histórico surge un debate tan profundo como necesario: ¿queremos tecnología duradera… o simplemente tecnología nueva?

Desde hace ya unos meses, los pueblos y ciudades son visitados por unos reparadores, personas que vienen en nombre del gobierno de turno (dependiendo del sitio, autonómico o nacional) para enseñar a los ciudadanos a reparar sus productos electrónicos y a acabar con el consumismo veroz.

Llevamos años debatiendo cómo frenar una dinámica tecnológica que todos conocemos, pero que pocos se atreven a cuestionar abiertamente: la obsolescencia disfrazada de innovación. No es solo que los dispositivos duren menos; es que parecen diseñados para caducar moralmente antes que físicamente. Una batería que empieza a flaquear, una actualización que hace que todo vaya un poco más lento, una pieza que no puede sustituirse sin cirugía. Y al final, el mismo consejo de siempre: “cámbialo, es más fácil”.

Por primera vez, el viejo continente ha decidido dibujar una línea roja. Con la nueva Ley de Reparabilidad, la Unión Europea promete que reparar no será una rareza, sino un derecho. Una declaración política, cultural y económica que apunta directamente a la forma en que entendemos la tecnología en nuestra vida cotidiana y, sobre todo, una oportunidad para preguntarnos algo que llevamos demasiado tiempo evitando: ¿cuándo dejamos de poseer nuestros dispositivos para que ellos empezaran a poseernos a nosotros?

Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a un consumo tecnológico que se parece mucho a una relación tóxica. Nos encanta estrenar, pero odiamos despedirnos. Y mientras tanto, los fabricantes han construido un sistema donde la novedad es irresistible y la durabilidad, un obstáculo de mercado. Cada año aparece un móvil un poco más brillante, un portátil un poco más delgado y unos auriculares un poco más inteligentes. Nada profundamente revolucionario, pero siempre lo suficiente para hacernos sentir que lo anterior ya no está “a la altura”.

La obsolescencia programada, durante décadas, fue un secreto a voces que muchos preferían tratar como superstición popular. Pero no era superstición. Era una estrategia. Una forma elegante de obligarnos a seguir comprando, aunque no lo necesitáramos realmente. Y lo más sorprendente de todo es que nosotros mismos contribuimos a su éxito: cada vez que decidimos renovar un dispositivo solo porque ya “toca”, cada vez que renunciamos a reparar una pieza porque nos cuesta más que un aparato nuevo, cada vez que normalizamos que un móvil dure tres años y agradecemos si llega a cuatro. Ese es el ecosistema que Europa quiere romper y, aunque las leyes no son milagros, sí pueden servir como un primer giro del volante.

Hay quien cree que la Ley de Reparabilidad es una cuestión puramente técnica, como si solo se tratase de tornillos desmontables, baterías accesibles y piezas estandarizadas. Pero limitarla a eso sería una lectura superficial y esta ley no solo habla de hardware: habla de cultura. De cómo hemos ido perdiendo poco a poco la capacidad —y la voluntad— de entender, abrir y cuidar los objetos que usamos a diario. De cómo el usuario ha sido alejado deliberadamente de sus propios dispositivos, como si no fueran suyos, sino préstamos condicionados por el fabricante.

Europa quiere devolvernos algo que creíamos haber perdido para siempre: la idea de que reparar es normal. Que alargar la vida de un dispositivo es un valor, no una excentricidad. Que hay dignidad —e inteligencia— en mantener, no solo en estrenar.

Lograr este cambio cultural no será fácil. Llevamos años recibiendo el mensaje contrario: que reparar es complicado, caro, engorroso… incluso inútil. Que lo nuevo siempre es mejor que lo que ya tenemos. Que un dispositivo antiguo es un lastre, aunque aún funcione perfectamente. Y peor aún: que no tenemos derecho a intervenir en lo que compramos, porque “está diseñado así”, como si la ingeniería fuera una excusa y no una elección consciente.

Puedo asegurar que esta ley no caerá bien a todos. Para los grandes fabricantes, es una incomodidad evidente. Su negocio se ha construido sobre la renovación continua, sobre un marketing que combina la promesa del futuro con la insinuación de que tu presente ya se ha quedado viejo, un ecosistema cerrado donde reparar es tan complejo y tan caro que ni siquiera se plantea como opción realista.

En los últimos años, han surgido incluso movimientos ciudadanos, como el “Right to Repair” en Estados Unidos, que luchan por algo tan básico como poder abrir un móvil o cambiar la batería sin que el dispositivo se convierta en un pisapapeles caro. Europa, por una vez, ha decidido no ir por detrás, no esperar y eso, querido lector, ya es noticia.

Sin embargo, tampoco se trata de demonizar a la industria. No todos los fabricantes actúan de mala fe. Algunos han dado pasos tímidos hacia la reparabilidad, otros han entendido el impacto medioambiental del hardware efímero, y unos pocos han comenzado a integrar piezas modulares. La verdad es la que es: sin presión legal, el mercado nunca habría girado hacia la durabilidad. Porque la durabilidad, para la tecnología moderna, no es rentable o al menos no lo es bajo el modelo económico actual.

Queda, por supuesto, la dimensión ecológica. Y aunque esta columna no pretende convertirse en un informe ambiental, sería absurdo ignorar la evidencia: fabricar un móvil contamina más que usarlo durante años. No hablamos solo de plástico o aluminio, sino de minerales extraídos con un coste humano y geológico enorme, de emisiones asociadas a la fabricación, del transporte global, del embalaje y, finalmente, del destino final: un vertedero electrónico en algún país donde la tecnología viaja a morir.

Hablar de reparabilidad es hablar también de responsabilidad. De entender que cada dispositivo que mantenemos activo un año más es un pequeño acto de resistencia frente al ciclo de consumo rápido que nos ha sido impuesto. Y que, en un planeta con recursos finitos, esa resistencia importa.

Sin embargo, la parte más interesante de esta transformación no está en la ingeniería ni en los residuos: está en nosotros. En cómo nos relacionamos con la tecnología, en si estamos dispuestos a aceptar que un dispositivo puede —y debe— durar años, incluso muchos años y en si seremos capaces de liberar a la tecnología de esa obligación constante de sorprendernos para justificar su existencia.

Quizá reparar un móvil no sea solo una acción técnica, sino una declaración personal: la afirmación de que no necesitamos vivir al ritmo frenético que las empresas marcan para nosotros. Podemos elegir y podemos valorar lo que ya tenemos ¿Estamos preparados culturalmente para esa elección?

Europa ha puesto sobre la mesa una oportunidad única. No para regresar al pasado, sino para construir un futuro tecnológico más sensato, más humano y menos derrochador. Pero las leyes, por sí solas, no cambian sociedades. Solo establecen el marco. El resto nos corresponde a nosotros: consumidores, talleres, medios, fabricantes que entiendan que puede existir otra forma de relacionarse con sus productos.

Puede que dentro de unos años miremos atrás y nos sorprenda lo rápido que normalizamos que un móvil durara tres años o que un portátil se volviera inútil por una batería sellada. Puede que la reparabilidad se convierta en un estándar tan evidente que nos cueste imaginar un tiempo en el que lo contrario era la norma.

O quizá no. Quizá sigamos atrapados en la fascinación por lo nuevo, en el impulso de renovar por renovar, en la idea de que reparar es algo antiguo o incómodo. El tiempo lo dirá.

Pero al menos, esta vez, Europa ha decidido que la puerta esté abierta y la verdadera pregunta es ¿Tendremos el valor —y la paciencia— de cruzarla?

Compartir

Artículos relacionados

NASSAU, LA CAPITAL DE LAS BAHAMAS

Navidades con esencia créole: una celebración única en Seychelles

La ciudad de Bremen: una Navidad sacada de un cuento

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

LO + LEIDO

EVA PEDRAZA: “Sobre todo y ante todo siempre he sido madre”

Zurra, el cóctel manchego más fresquito para el verano

MARÍA LUISA SAN JOSÉ: “HABRÉ SIDO LA CHICA ESTUPENDA DEL CINE, PERO TAMBIÉN FUI LA MONTADORA DE LA PELÍCULA ‘VIRIDIANA’, DE BUÑUEL”

Bruno Squarcia: «Estar en mi restaurante es como trabajar en mi propio escenario»