El nuevo mundo que hicimos juntos

cusco

Por Antonio de Lorenzo

Durante siglos, se nos enseñó a ver el descubrimiento y la colonización de América como un relato unilateral: conquista, fe y oro. Pero el verdadero legado de aquel encuentro fue profundo y humano. No fue solo una historia de sometimiento y ambición, sino también de creación compartida: una civilización nacida del mestizaje, del diálogo, del conflicto y de la esperanza. Y también aprendida de los errores.

Lo que nació en aquellas orillas opuestas del Atlántico no fue una prolongación de Europa, sino un mundo nuevo, donde la historia empezó a escribirse en plural.

Ciudades para un mundo recién fundado

La expansión hispánica se expresó, ante todo, en la fundación de ciudades. No eran simples fortalezas militares, sino actos de voluntad civilizadora. Cada traza urbana reproducía el orden de la metrópoli: una plaza mayor como centro de poder, la catedral frente al cabildo, las calles en damero como metáfora de la razón.

Pero pronto aquellas urbes se llenaron de acentos, aromas y ritmos que no estaban en los planos. En México, Lima o Cartagena, el trazado castellano se mezcló con la arquitectura indígena y los colores africanos.

El resultado fue un paisaje urbano mestizo, donde la geometría europea se confundió con la vitalidad americana. Y así nació el espacio cultural que, siglos más tarde, inspiraría el realismo mágico y la nostalgia de las patrias criollas.

La palabra de Dios, traducida al alma americana

La evangelización fue el otro gran proyecto de la expansión. A veces impuesta, otras acogidas, casi siempre reinterpretada. Los frailes no solo llevaron la cruz: llevaron también la lengua, la escritura y la música.

Pero la fe no fue unidireccional. Los pueblos originarios resignificaron los símbolos, y en ese proceso el cristianismo se volvió americano.

La Virgen de Guadalupe, con su rostro moreno y su manto estrellado, es quizá el mejor testimonio de esa fusión: ni completamente europea ni indígena, sino el símbolo de una nueva espiritualidad.

Esa religiosidad mestiza, con su alegría barroca y su emoción popular, viajó después al resto del continente e incluso a Brasil, donde el catolicismo portugués encontró su propia forma sincrética en los cantos afrobrasileños y en la devoción a Yemanjá.

El imperio que inventó la distancia

El sistema político-administrativo de la monarquía hispánica fue una proeza de su tiempo: gobernar desde Sevilla territorios que se extendían desde California hasta la Patagonia.

Los virreinatos, las audiencias, los cabildos… todo respondía a una obsesión por el orden. Pero en esa compleja jerarquía nació también una nueva conciencia: la de los criollos, hijos del imperio, pero dueños de una identidad distinta.

De aquel modelo imperial surgirían las primeras ideas de autonomía y ciudadanía moderna, mucho antes de que las colonias británicas del norte —el futuro Estados Unidos— proclamaran su independencia.

El sueño de libertad en América tuvo, por tanto, múltiples orígenes y lenguas: la de Jefferson y la de Bolívar, la de los Andes y la de las trece colonias.

La mezcla que nos inventó

La historia de América no puede contarse sin el mestizaje. No solo biológico, sino cultural y lingüístico.

El español se hizo americano cuando incorporó palabras quechuas, taínas o guaraníes; cuando adoptó la música del Caribe y la cadencia de los Andes.

En la cocina se unieron el maíz, el cacao y el trigo; en las fiestas populares, los tambores africanos y las guitarras ibéricas.

El mestizaje fue la primera revolución americana: una creación colectiva que desbordó las categorías raciales y dio lugar a un continente de rostros infinitos.

Y en su centro, la lengua común: ese español que une a quince países y dialoga con el portugués de Brasil, con el inglés del norte y con las lenguas indígenas que aún resisten, recordándonos que la diversidad no es amenaza, sino riqueza.

La primera globalización

Antes de que existieran los mercados financieros y los contenedores, América ya había conectado el mundo.

La plata de Potosí sostuvo la economía europea, y las rutas que unían México, Sevilla y Manila fueron el primer sistema global de intercambio.

Por los puertos de Veracruz y Callao entraban mercancías chinas, africanas y flamencas; salían oro, cacao y azúcar. Era el siglo XVI, y el planeta ya latía en una sola red.

Pero esa prosperidad tuvo su reverso: la economía extractiva, basada en la servidumbre indígena y la esclavitud africana, sembró desigualdades que perduran.

Aun así, fue allí donde empezó el diálogo mundial que hoy llamamos globalización: un sueño y una deuda que América Latina aún intenta equilibrar entre memoria y modernidad.

Lo que hicimos juntos

El impacto sobre las poblaciones indígenas fue brutal: epidemias, guerras, despojos. Pero reducir la historia a esa herida sería negarle su otra mitad: la de la resistencia creadora.

Las comunidades originarias no desaparecieron: transformaron la lengua, el arte, la fe.

El barroco mestizo de Potosí y Cuzco, la poesía náhuatl sobreviviente, los tejidos de Oaxaca o el quechua que hoy se enseña en universidades del mundo son prueba de que el intercambio no destruyó del todo: también fecundó.

De ese esfuerzo mutuo nacieron universos simbólicos que siguen vivos. Las fiestas del Día de Muertos en México o el Inti Raymi en el Perú son ejemplos de cómo la cultura indígena y la hispánica se fundieron en rituales que celebran la vida, la memoria y la comunidad.

Y esa huella llega hasta hoy: desde la literatura de García Márquez hasta la música de Caetano Veloso o el sincretismo de los pueblos del Caribe, América sigue siendo un continente donde el pasado conversa con el futuro.

Un legado que nos une

La expansión ibérica, con todos sus excesos y contradicciones, dejó más que imperios: dejó una forma de mirar el mundo.

De España y Portugal heredamos una lengua que nos permite pensar juntos; de los pueblos indígenas, la relación sagrada con la tierra; de África, el ritmo vital y la memoria corporal de la historia.

Y si miramos hacia el norte, hasta los Estados Unidos, encontramos otra consecuencia de aquel mismo proceso: una América diferente, nacida del mismo océano, que también se pregunta —como nosotros— qué significa ser parte de Occidente y, a la vez, diferente de él.

Hispanoamérica, Brasil y el mundo americano en su conjunto comparten un destino de pluralidad.

Porque lo que hicimos juntos —en la fe, en la lengua, en el arte y en la mezcla— no fue una tragedia sin redención, sino el inicio de una nueva humanidad.

Y mientras sigamos celebrando esa herencia con inteligencia, sin orgullo ciego ni culpa anacrónica, seguiremos demostrando que América no fue conquistada: fue creada.

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