Mi libro «La Mentira de la Fuerza de Voluntad»

Por Luis Miguel Real

Hablar con nuestros hijos sobre el alcohol suele ser incómodo. A veces porque tememos parecer autoritarios, otras porque no queremos abrir una conversación que no sabemos cómo cerrar. Sin embargo, evitar el tema no protege a nadie. Al contrario, deja a los adolescentes aprendiendo sobre alcohol a través de otros, de influencers que no tienen ni idea de nada o peor, de la industria del alcohol (cuyo único objetivo es que gastemos dinero en sus productos, no nuestra salud.

Lo primero que conviene entender es que no todo consumo implica una adicción, pero tampoco es inocuo. El verdadero peligro no es que un adolescente beba un día concreto, sino que empiece a aprender que el alcohol es una herramienta para gestionar emociones, encajar socialmente o desinhibirse. Cuando el alcohol se convierte en un recurso psicológico, el riesgo se multiplica. No porque todos vayan a desarrollar una adicción, sino porque se normaliza una forma poco saludable de afrontar la vida.

No es lo mismo hablar con un adolescente de 14 años que con uno de 17. A los 14, el cerebro aún está lejos de haber madurado, especialmente en lo que respecta al control de impulsos y la evaluación de riesgos. Aquí los mensajes deben ser claros y coherentes. No es razonable normalizar el consumo a esa edad ni mirar hacia otro lado “para que no mientan”. Poner límites no rompe la comunicación si se hace desde la calma y el respeto. Al contrario, da seguridad. Los adolescentes necesitan saber que hay adultos que se hacen cargo de los riesgos que ellos aún no pueden calibrar bien.

Con 17 años, el enfoque puede y debe ser distinto. No tanto prohibitivo como explicativo. Es un buen momento para hablar de consecuencias reales: la pérdida de conocimiento, los comas etílicos, los accidentes, la posibilidad de sufrir agresiones o abusos, o el consumo involuntario de otras sustancias. No desde el alarmismo, sino desde la información. El mensaje clave no es “no bebas nunca”, sino “entiende qué ocurre cuando se bebe sin control y qué puedes perder”.

Uno de los argumentos más habituales es el famoso “todo el mundo lo hace”. Y es cierto que el consumo de alcohol está muy extendido. Pero eso no lo convierte en una conducta segura ni deseable. Aquí los padres tienen una oportunidad importante: enseñar a pensar de forma crítica. Ayudarles a diferenciar entre lo que está normalizado y lo que es saludable. Entre seguir al grupo y tomar decisiones propias. No se trata de aislarlos, sino de darles herramientas para no necesitar anestesiarse para pertenecer.

En todo este proceso hay un factor que pesa más que cualquier discurso: el ejemplo. Si un adulto utiliza el alcohol como forma habitual de relajarse, de celebrar o de evadirse, ese mensaje se transmite sin palabras. Resulta poco coherente pedir moderación cuando en casa el alcohol ocupa un lugar central. Esto no implica que los padres deban ser totalmente abstemios (aunque es lo más recomendable, sin duda), pero sí conscientes. Hablar abiertamente de cómo y por qué se bebe, de los límites que uno se pone y de las veces en que se ha equivocado es mucho más educativo que cualquier sermón.

Muchos padres solo abordan el tema del alcohol cuando ya ha ocurrido un incidente. Cuando el hijo llega borracho, cuando hay una llamada del instituto o cuando alguien acaba en urgencias. En esos momentos es fácil reaccionar desde el miedo o la rabia. Sin embargo, esas conversaciones suelen ser poco eficaces. La prevención funciona mejor cuando se habla antes, de manera regular y sin dramatismos. Y cuando ya ha pasado algo, conviene preguntar más que acusar. Entender qué ocurrió, qué buscaba el adolescente, qué aprendió de la experiencia. El castigo sin reflexión rara vez enseña nada.

Además, hablar con adolescentes sobre drogas es especialmente complejo porque suelen convivir varias contradicciones al mismo tiempo. Por un lado, se les exige responsabilidad, pero por otro se les envían mensajes sociales que banalizan el consumo. Se les dice que beber es peligroso, mientras ven anuncios que asocian el alcohol a éxito, la diversión y la libertad. Se les pide que confíen en los adultos, pero muchas veces perciben hipocresía o discursos poco realistas. Esto genera desconfianza y resistencia.

A todo esto, se suma que la adolescencia es una etapa marcada por la necesidad de pertenecer. Para muchos jóvenes, el miedo principal no es enfermar ni tener un accidente, sino quedarse fuera del grupo. Cuando un padre habla desde el miedo, sin tener en cuenta esta presión social, el mensaje suele chocar contra un muro. Por eso no basta con enumerar riesgos. Hay que entender qué está en juego para ellos en cada contexto: una fiesta, un botellón, una celebración, una noche “importante”.

También hay que asumir que no todas las conversaciones salen bien. A veces el adolescente se cierra, se pone a la defensiva o responde con monosílabos. Eso no significa que no esté escuchando. Muchas ideas se procesan a posteriori. Hablar de drogas con adolescentes no es una charla puntual, sino un proceso largo, lleno de idas y venidas, silencios incómodos y mensajes que se van asentando poco a poco.

Por último, conviene recordar que educar no es controlar cada decisión ni aspirar a un riesgo cero imposible. Es acompañar en un contexto social donde el alcohol está muy presente, ofreciendo criterios, coherencia y disponibilidad. No se trata de tener siempre la respuesta perfecta, sino de estar ahí, de sostener conversaciones difíciles sin perder la calma y de aceptar que, en este terreno, la incertidumbre forma parte del trabajo de ser padre o madre.

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