Millennials o Gen Z, la generación que no termina de encajar en ninguna

Por Duaa Naciri Chraih

Hablar de generaciones siempre genera debate porque resulta muy difícil encajar a millones de personas en una sola etiqueta, sin embargo, quienes nacieron entre 1998 y 2003 tienen algo especial, ya que no son del todo Millennials ni encajan completamente en la Generación Z, y se sitúan en esa frontera que los convierte en una especie de generación puente, marcada por la mezcla de dos épocas que cambiaron para siempre la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos, y quizá ahí esté lo más interesante: en cómo han sabido adaptarse a un mundo que se transformaba justo cuando ellos comenzaban a dar sus primeros pasos hacia la vida adulta. Lo primero que hay que recordar es el contexto en el que crecieron. Son los hijos de internet, pero también los últimos en recordar una infancia en la que todavía existía la desconexión. Usaron Messenger y vieron nacer Facebook, pero también aprendieron a manejar Instagram y TikTok sin dificultad. Supieron lo que era rebobinar un CD o un DVD, pero al mismo tiempo normalizaron que todo se pudiera ver en streaming. Conocieron los teléfonos de tapa y los primeros smartphones, y después se acostumbraron a vivir con un dispositivo en la mano que se convirtió en reloj, cámara, agenda y fuente de entretenimiento. Han sido testigos del cambio digital más radical de la historia reciente, y lo hicieron en el momento exacto en el que estaban formando su manera de mirar el mundo.

Esta doble pertenencia les ha dado ventajas y también contradicciones. Por un lado, tienen la nostalgia Millennial, ese recuerdo de una vida un poco más lenta, sin redes sociales omnipresentes ni algoritmos marcando lo que consumimos. Por otro, comparten con la Generación Z la naturalidad con la que se mueven en internet, la inmediatez con la que se relacionan y esa sensación de que el futuro está lleno de incertidumbre. Viven entre dos aguas: con un pie en el pasado analógico y otro en la modernidad digital que ya no deja espacio para desconectar.

En lo laboral y académico, también se refleja esta mezcla. Quienes nacieron entre 1998 y 2003 han vivido una juventud marcada por acontecimientos como la crisis económica de 2008 y, más tarde, la pandemia, y muchos entraron al mercado laboral en un contexto lleno de precariedad, con contratos temporales y la sensación de que la estabilidad era casi un lujo, mientras al mismo tiempo crecían escuchando que había que reinventarse constantemente, que el trabajo de por vida ya no existía y que el futuro dependía de la flexibilidad, por lo que se han convertido en personas muy adaptables, creativas y capaces de aprender rápido, sin miedo a cambiar de rumbo, probar cosas distintas o combinar varias actividades al mismo tiempo, porque han comprendido que el mundo ya no funciona con las mismas reglas que antes.

En lo personal, esta generación ha puesto en primer plano el bienestar emocional, y a diferencia de otras anteriores, habla con más naturalidad sobre la ansiedad, la presión social o la importancia de pedir ayuda psicológica, habiendo crecido viendo campañas sobre salud mental y entendiendo que cuidar la mente es tan importante como cuidar el cuerpo; además, han asumido con mayor naturalidad la diversidad en todas sus formas de género, de orientación, de culturas—y han aprendido que la identidad no es rígida y que cada persona tiene derecho a construir la suya sin juicios. No todo es positivo, claro, porque esta generación también carga con un peso enorme debido a la constante comparación en redes sociales, la presión por mostrar una vida perfecta y la dificultad de desconectar, y muchos sienten que deben estar siempre disponibles, responder rápido a cualquier mensaje o medir su valor por los “likes” y seguidores, un reto que afecta la autoestima y genera más inseguridad de la que a veces se reconoce, aunque también es cierto que han empezado a cuestionar esos modelos y a buscar un uso más consciente de la tecnología, promoviendo el descanso digital o los “detox” de pantallas.

En las relaciones familiares y sociales, quienes nacieron entre 1998 y 2003 reflejan el cambio de época, porque valoran el tiempo con los amigos pero también saben que gran parte de sus vínculos se construyen a través de una pantalla, y pueden mantener una conversación por videollamada con alguien a kilómetros de distancia y, al mismo tiempo, sentir la necesidad de quedar para tomar un café y desconectar de lo virtual, una dualidad que los caracteriza: no renuncian a la tecnología, pero tampoco quieren perder del todo la experiencia de lo real.

Se podría decir que los nacidos entre 1998 y 2003 son una generación bisagra. Han aprendido a vivir entre lo viejo y lo nuevo, entre la estabilidad que ya no existe y la incertidumbre que parece haberse instalado como norma. Son críticos, rápidos para adaptarse y con una mirada abierta al cambio, aunque a veces carguen con la presión de no saber qué viene después. Al fin y al cabo, son el mejor ejemplo de que las etiquetas generacionales sirven para orientarnos, pero nunca para encasillar, porque más allá de ser Millennials tardíos o Gen Z tempranos, lo que realmente los define es su capacidad de vivir entre dos mundos, de moverse entre diferentes formas de pensar y de relacionarse, y de encontrar en esa dualidad su propia identidad.

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