Por LAURA FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ
Hay historias que se viven tan intensamente que terminan marcadas en la piel. Alma García, actriz, dramaturga y ahora nominada a los Premios Max por Contra Ana, ha hecho del escenario un lugar para la autenticidad. Para ella, la nominación es mucho más que un reconocimiento profesional: es el fin de un viaje que empezó en silencio, en el interior de una habitación de ingreso, y que ahora suena con fuerza en los teatros de toda España.
“Para mí esto es un sueño. Me imagino a mí misma hace cinco años y ni siquiera hubiera pensado en ir a una gala de los Max”, dice. Y lo cuenta todavía sin terminar de creérselo, con la emoción muy presente: “Me eché a llorar en cuanto vi la nominación. Estaba en Barcelona, temblando, y lo primero que hice fue llamar a mi madre. Ella también ha llegado conmigo hasta aquí”.
La obra surge de una experiencia profundamente personal: un ingreso hospitalario de casi un año y medio por un trastorno de la conducta alimentaria cuando tenía 17 años. Pero no fue un impulso reciente. La semilla de Contra Ana se plantó durante aquel ingreso, cuando Alma ya escribía y sentía que, de algún modo, tenía que contar lo que vivía. “Hacía entrevistas a otras chicas, les decía: ‘Tenemos que hacer algo con todo esto’. Porque era un universo muy loco, muy duro también. Una rutina casi militar, un sistema que te despersonaliza”.
Pero no fue hasta los 24 o 25 años cuando la historia encontró forma. “Fue como un vómito. Lo utilizo también como metáfora en la obra. Llevaba tanto tiempo dentro de mí, cociéndose a fuego lento, que cuando me senté a escribirla, en apenas una semana y cinco días ya tenía el borrador terminado”.
El resultado es una pieza de autoficción que va más allá de lo personal. Alma quiso ampliar el foco, incluir otras voces, otras heridas. En escena no solo está ella: también aparecen los personajes de Marta, Lucas y Ana, esta última, una versión de sí misma con 17 años. “Son personajes inspirados en personas que conocí durante el ingreso, aunque no son retratos exactos. Es un collage de vivencias que me permitió mostrar la complejidad de esta enfermedad desde distintas perspectivas”.
Ese equilibrio entre la verdad personal y la construcción dramática ha hecho de Contra Ana una obra profundamente honesta. Y esa honestidad, cree, es parte de lo que ha conmovido tanto al público. “Ojalá llegue un día en el que no sea necesario que hablemos desde la primera persona, pero todavía hay mucho desconocimiento, muchos prejuicios. La salud mental está en boca de todos, pero se entiende muy poco. Solo quien ha pasado por ahí puede hablar desde la profundidad del dolor”.
Contar su historia no fue solo un acto artístico, sino también un gesto de liberación. “Yo he vivido muchos años con dos grandes tabúes: mi enfermedad y mi nombre. Me llamo Ana Martínez García. Alma es un nombre que adopté casi sin darme cuenta, pero fue una forma de huir de esa identidad enferma con la que no quería seguir cargando. Ana, en los códigos de los trastornos, es sinónimo de anorexia. Decir ‘soy Ana’ era como reconocer que seguía atrapada. Por eso Contra Ana es también una forma de reconciliarme. Decir: esta soy yo. Soy Ana, soy Alma, como me quieras llamar. Y este es mi pasado. ¿Cuál es el tuyo?”
La escritura fue liberadora, pero el proceso de levantar la obra no fue sencillo. Alma también asumió la producción, invirtiendo sus propios recursos y buscando apoyos en un camino incierto. La obra se estrenó gracias, en parte, a un gesto inesperado: “Hicimos una lectura en el Teatro de Luchana. Vino un amigo de una amiga, alguien a quien apenas conocía. Después de la lectura, me dijo: ‘Te voy a llamar la semana que viene’. Y me ofreció 4.000 euros para producir la obra”. Ese alguien se llamaba Monchi. “Me dijo que su madre había muerto en los atentados de Atocha, y que recibía una pensión como víctima del terrorismo. Quería usar ese dinero en proyectos que cambiaran cosas en el mundo. Me emocionó muchísimo. No solo por el gesto, sino porque fue una señal de que lo que estábamos haciendo tocaba de verdad los corazones”.
Las funciones han sido también momentos de reparación personal. Uno de los personajes más potentes en la obra es Carmen, la hermana melliza de Alma. “Nuestra relación se resintió muchísimo durante la enfermedad. El final de la obra es un combate de boxeo con ella, un cara a cara muy duro”. Carmen fue al estreno. “Yo no le había dicho que tenía tanto protagonismo. Estaba muy nerviosa por su reacción. Cuando salí, no la vi. Me asusté. Pero luego la encontré fuera. Me abrazó y me dijo: ‘Por supuesto que te perdono’. Fue uno de los momentos más importantes de toda esta travesía. Esta obra también es para ella”.
Con Contra Ana, Alma ha abierto una puerta que durante años había mantenido cerrada. Ahora que ha dado ese paso, se plantea con honestidad cuál es su próximo camino. “No sé si siempre escribiré desde lugares tan personales, pero sí tengo claro que quiero hacer teatro social. El teatro tiene que mirar a lo que escuece, a lo que duele. Quiero hablar de la sumisión química, por ejemplo. Yo también fui víctima de eso. Está ahí, latiendo. Solo me falta encontrar cómo contarlo”.
Lo que no duda es que el teatro, cuando nace de la verdad, tiene el poder de transformar, de sanar y de reunir, y Contra Ana es prueba de ello. Y Alma o Ana, según se mire, está reconciliada con su historia y dispuesta a seguir mirando de frente a lo que otros prefieren esquivar.