Por Antonio de Lorenzo
El ciclo primaveral, desde el Domingo de Ramos al de Resurrección, acaparó desde sus etapas más primitivas toda la atención de la Cristiandad; hasta alzarse con la palma y corona de las fiestas españolas.
La Hebdómada de la Pasión se celebraba ya en el siglo III y se instituyó un siglo más tarde como recuerdo de semana dolorosa, aunque entonces sólo se conmemoraba el viernes y sábado, y más tarde también el jueves, y un poco después el miércoles; era el Miércoles de Traición, al creerse que fue ese día de la semana cuando Judas concertó la entrega de Cristo por treinta monedas. Aquella semana, última de la Cuaresma, la llamaron Semana Mayor o Semana Grande, por el libro de rezos que, en el centro del coro, leía el clero desde sus asientos gruesos volúmenes del facistol o gran atril.
De la parte más teatral y vistosa de la Liturgia de la Pasión destacaba la procesión, de origen más reciente, acaso no antes de la Baja Edad Media. Un hecho de naturaleza político-religiosa vino a potenciar el aspecto público de estas celebraciones: la ideología que en los siglos XVI y XVII defendía el mundo católico con su Reforma, a fin de dejar en claro las diferencias de sensibilidad respecto a la «movida» protestante. Los católicos fomentaron una religiosidad pública, centrada en el culto y devoción a las imágenes, en cuanto éstas conducían hacia Dios y a su Madre, e incluso a los grandes mártires, que movían a los fieles a una apasionada piedad.
Este culto estaba basado en una tradición anterior: la de las cofradías, que entonces se contaban por miles. Algunas cofradías sevillanas procedían del siglo XIII. Pero el auge de estas celebraciones tuvieron lugar en el siglo XVI, hasta convertirse en una tregua en la vida activa de los ciudadanos. Es sabido que las rameras abandonaban en estas fechas la calle. Las gentes se manifestaban deseosas de visitar monumentos e iglesias, donde los cofrades custodiaban los pasos para las procesiones.
El Cristo en la Cruz y la Dolorosa los pasos más concurridos
Los pasos de Cristo en la Cruz y la Madre de Dolor han sido siempre las procesiones más concurridas, donde cantaban saetas a Cristo o a la Virgen desde los balcones:
«Mujer que pecando vas,
para en tu torpe porfía,
reza y llora que en María
la esperanza encontrarás»
En aquellas épocas recorrían los siete monumentos y todo se adecuaba a la naturaleza de los días desde finales de la Edad Media y a lo largo de los siglos de oro existía la costumbre de vender en el atrio de los templos rosquillas, para que los caballeros obsequiaran a las damas, y portaban un bolso lleno de perras chicas y perras gordas para cumplir con el precepto de la limosna; abundaban las mesas petitorias tendentes a compensar a los gremios, hermandades y cofradías en sus piadosos fines.
Los puestos de golosinas estacionales llenaban los atrios de las iglesias y, desde los tiempos de Felipe III, suspendían el tráfico rodado en calles y plazas. Las mujeres lucían mantillas de delicados encajes, lazados o calados, de bolillos y de aguja, blancas para el jueves y negras para el viernes; remataban sus esbeltas figuras con peinetas para afirmar el elaborado peinado, no muy altas, para no descomponer la armonía del conjunto, basado en un atuendo de un traje de terciopelo negro: embutidas las manos en largos guantes, enredados en las cuentas de un rosario de nacaradas cuentas y un libro de oraciones.
Paréntesis de silencio y recogimiento
En todo tiempo, la Semana Santa impone un paréntesis de silencio y recogimiento, acentuando lo religioso con detrimento de lo lúdico. La desbandada actual de estas celebraciones correspondía antaño a la concentración en templos, capillas, humilladeros y oratorios de conventos y hermandades, destino de los monumentos donde se rezaban cinco pater noster de rigor; algunos oraban siete de cada, a fin de completar las tandas de oraciones de la estación.
Todas las procesiones tienen sus particularidades y su devoción, desde la de los Niños o de Ramos a la de Resurrección. En muchos lugares abrían la Semana de Pasión con estos versos del Fénix de los Ingenios, dirigidos a Cristo:
«Jesús de María,
Cordero Santo:
pues miro vuestra sangre,
mirad mi llanto»
Los pasos procesionales, retablo de la vida y muerte de Jesús, convertían calles y plazas en escenario dramático y teatro fugaz de la Pasión del Señor. Las andas salían y entraban de los templos temblorosas, mecidas por sus costaleros con inmenso respeto. Cristo siempre era la advocación antonomástica de la Pasión que, junto a la Dolorosa o la Soledad, se acercaba a los que sufren:
«De azucena os habéis vuelto
tan deshojado clavel
que sólo porque sois Dios
podéis poneros en pie».
«Los Picaos» riojanos
No seré tan osado de narrar aquí el ayer y el hoy de las tradiciones de la Semana Santa española. Cada pueblo, cada barrio, cada cofradía, expresa de manera diferente sus emociones religiosas y estéticas. Sólo aportaré una breve reseña de Los Picaos de la localidad riojana de San Vicente de la Sonsierra, que se remonta al siglo XV y que se halla ligada a la cofradía de disciplinantes de la Santa Vera Cruz. Desde entonces, los picaos se flagelan la espalda en señal de penitencia, mientras un cofrade les pica (de ahí su nombre) cuidadosamente, para que emane la sangre de la espalda congestionada.