Por: Antonio de Lorenzo
Reunen el ganado caballar suelto por el monte hasta conducirlo a un recinto conocido como “curro”, para marcar a los potrillos y cortarles las crines. Acompañan el esfuerzo de los hombres que participan en la tarea los dulces sones de las gaitas y se disfruta del reconfortante sabor de las empanadas, jamones y chorizos, sin olvidar los espectaculares paisajes.
Sabucedo y La Estrada en Pontevedra, Civero en Lugo y en otras localidades de Galicia, a partir del primer sábado del mes de julio celebran fiestas cuyo eje principal es el caballo. Este animal aparece rodeado de cierto halo mágico. Desde la Prehistorias se conocen grabados que aluden a este animal. Cerca del “curro” de Sabucedo, en Campo Lameiro, hallaron inscripciones rupestres de un caballo al trote, que ponen de manifiesto la existencia de ganadería salvaje, simultánea con el pastoreo. Desde el siglo IV antes de Cristo, en Mondigo, y aún en nuestros días, perdura esta práctica ganadera.
Ya en el siglo VI los caballos pacían en régimen de libertad, coincidiendo con la llegada de los celtas; en Valdesuso acarreaban mineral de estaño con ellos, e historiadores y geógrados viajeros, como Plinio, Columela, Silvio Itálico o Estrabón glosaron el porte de aquellos equinos.
Tras la caída del Imperio Romano la cabaña caballar en Galicia disminuiría. En la Edad Media, las referencias a los caballos gallegos viviendo en el monte eran frecuentes. En Os Buios, el día de San Bartolomé, seleccionaban a los equinos para enviarlos a la Caballería cristiana. Las Cruzadas facilitaron el encuentro de los caballos europeos con los ágiles caballos árabes, más ligeros y veloces, que muchos nobles llevaron a sus tierras.
En España se cruzaron corceles de Oriente y norteafricanos con los autóctonos de nuestro país, que darían lugar a la raza andalusí, que tiempos después poblaría las tierras americanas.
Y de las muchas razas de caballos salvajes que existieron antaño, sólo queda una muestra en Mongolia: de un metro y veinte centímetros de alzada, de cuerpo pardo, que recorre su espinazo con una franja negra; caballos astures y losinos conocimos en las tierras altas de La Rioja como porteadores de grano, bien adaptados a los estrechos caminos y sendas de las aldeas de montaña para llevar su mercancia a las localidades de los poblados de los valles.
La “rapa das bestas”, documentada desde el s. XVI
A la tradición gallega se la ha considerado más que a la Historia. Viéndose afectada la región por la peste, mediado el siglo XIV, dos ancianas de Sabucedo prometieron a San Lorenzo una yegua y un caballo, si salían sanas y salvas de la peste. Entregaron al párroco del lugar los dos animales para que los soltaran en el monte, a los que los lugareños nominaron las ”bestias del Santo” Desde el siglo XVI la “rapa das bestas” se halla documentada. Así comienza esta tradición de los caballos dispersos en montes y bosques, manadas que son agrupadas en corralas en lo alto de la montaña.
En Galicia llaman “curro” al mercado descubierto donde se encierran las caballerías que se crían en el monte. Se trata de un corral grande con portalón y otro menor, destinado a los potrillos lechales, para albergar a los animales durante las faenas del apartado; y más alejado, un tercer cercado para retener al ganado para ser vendido. Al conjunto de estos tres corrales llaman los gallegos “curro”. Con igual denominación refieren las tareas de manejo del ganado y al conjunto de componentes que ese día son la rapa y el marcaje.
Ese primer sábado de julio la iglesia de Sabucedo se llena de paisanos para asistir a una misa especial, al final de la cual, los continuadores de la tradición se apoyan en la “vara de moca” para iniciar la marcha, anunciada por un cohete, para desplazarse a Sabucedo y a las aldeas del entorno para bajar los caballos.
Los animales se persiguen y enfrentan en duelo, se muerden y cocean, mientras las crías maman de las yeguas que miran con indiferencia los enfrentamientos de los garañones, mientras los partícipes pasivos de la fiesta sacan de sus alforjas, jamones y chorizos, sin que falte el vino, al tiempo que recogen las crías, rodean a las bestias que marchan por el camino, mientras hombres y mujeres, ancianos y niños avanzan por las laderas de los caminos.
Mougás y Morgadanes
Hombres y caballos constituyen una amalgama en la que los primeros han de batirse con dureza para someter a sus oponentes. Fuerza, valor y destreza son los valores imprescindibles de estos esforzados ganaderos. Todo esto tiene lugar en Galicia durante el verano en muchos rincones: los pontevedreses de Mougás y Morgadanes. El corte de las crines y la cola se aprovechaba desde antiguo para elaborar ciertos utensilios domésticos y de labor.
En la madrugada del día del “curro” los ganaderos se desplazan al monte para iniciar los movimientos del ganado, desde los pastaderos hacia los cercados, donde se celebra la reunión. A este lugar acceden los “aloitadores” para separar las crías de los caballos evitando dañarlas, mientras los niños luchan con los potrillos, que los animales suelen tirar a aquellos por el suelo provocando el regocijo de los mayores: es la iniciación de las jóvenes generaciones en un rito tradicional. En estas tareas no falta el acompañamiento de las gaitas gallegas.
Apartadas las crías , los “olaitadores”, en hilera frente al muro, dando cara a los animales, eligen al que han de reducir: saltan sobre sus cuartos traseros y vuelan para cabalgar sobre sus lomos, como lo hacen en los rodeos norteamericanos: agarrados a las crines, colgados de la cabeza o cruzando sobre ella los brazos. Cada cual agarra al caballo o a la yegua por donde puede. Después se procede a la rapa: a los animales se les despoja de parte de las crines del cuello y del rabo. Para “aloitar” (luchar) es preciso aplicar una técnica que pocos dominan: agilidad en el salto sobre el lomo, montar al animal con precisión y controlar el espacio para que otro pueda acceder a sus crines y cabeza para raparlas.
La tarea de “acurrar”: los caballos entran en tropel al corralón grande después de haber galopado por las laderas de las montañas con bravura. Recogida la manada, sacan a las yeguas parideras y luego a los potrillos. La tarea de derrivo, para el rapado y marcaje, precisa de tres o cuatro hombres diestros y fuertes.
Estas fiestas gallegas gozan de innumerables tareas que hacen las delicias de propios y extraños. Al término de la rapa la fiesta se desborda: los caballos reencuentran a sus crías y vuelven a sus montes; los garañones retoman el mando para defender a sus crías de los lobos. Es el regreso “das bestas” a la libertad