sábado, septiembre 27, 2025

Ser hijo único: ventajas, desafíos y mitos que aún persisten

Por Duaa Naciri Chraih

No tener hermanos sigue rodeado de frases hechas: “Seguro que es consentido”, “De mayor se sentirá solo”, “Debe de ser egoísta”.

Muchas veces se repiten casi sin pensarlas, como si detrás no hubiera historias reales. En un país como España, donde cada vez nacen menos niños y cada vez más familias deciden quedarse con uno solo, entender qué hay detrás de crecer sin hermanos se vuelve cada día más necesario. Hasta hace unas décadas, ser hijo único era casi una excepción; hoy no lo es tanto. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), la tasa de fecundidad en España sigue por debajo de 1,3 hijos por mujer, una de las más bajas de Europa, y eso significa que la familia de un solo hijo es cada vez más común, ya sea por elección, por circunstancias o porque la conciliación laboral y familiar lo hace complicado.

Pese a todo, los estereotipos siguen ahí. El psicólogo Toni Falbo, de la Universidad de Texas, lleva años desmontando mitos sobre la personalidad de los hijos únicos y ha demostrado que no son menos sociables ni más mimados por naturaleza, ni tienen peores habilidades para trabajar en grupo. Simplemente, crecen de otra forma y aprenden a relacionarse sin la dinámica que marca tener hermanos. Pero, como suele ocurrir, la teoría y la realidad no siempre encajan igual para todos. Quienes han crecido solos saben bien lo que es llenar los silencios de una casa con libros, música, amigos que se vuelven hermanos prestados y sobremesas largas con padres que muchas veces se convierten en compañeros de conversación y refugio.

Aranzazu Carpio, de 25 años, siempre quiso tener un hermano o hermana. Lo pedía por Navidad y soñaba con compartir secretos, juegos y peleas que, para muchos, forman parte natural de crecer. Hoy lo recuerda con una mezcla de nostalgia y agradecimiento: “Siempre he querido tener un hermano o hermana. Me hubiera gustado compartir juegos, secretos, tener alguien que pasara por lo mismo que yo. Pero tampoco me sentí sola. Mis padres me volcaron todo su cariño”. Con el tiempo aprendió a entretenerse sola, a buscar sus propias maneras de llenar el tiempo y a hacerse independiente mucho antes que otros niños. “Me entretenía con mis cosas. Tenía claro que si quería algo, tenía que hacerlo yo. Eso me ha servido mucho ahora. Soy muy independiente y resolutiva”.

María Florea, de 23 años, tampoco tuvo hermanos, pero llenó parte de ese hueco con primos y amigos. “De pequeña no lo noté tanto porque estaba siempre con mis primos. Pero cuando crecí, lo eché de menos. Ver a mis amigas discutir o reírse con sus hermanos me hacía pensar: ojalá yo también tuviera eso”, explica. La soledad, dice, no fue ausencia de compañía, sino la falta de alguien con quien compartir la rutina diaria de casa. A cambio, fortaleció otros vínculos: la amistad se volvió familia y la relación con sus padres se hizo más cercana. “No tener hermanos me hizo muy cercana a mis padres y también me enseñó a valorar más la amistad. Mis amigos se convirtieron un poco en esa familia que no tenía en casa”.

El mito de que los hijos únicos son egoístas y consentidos es uno de los más resistentes. Aranzazu afirma esta realidad. “Siempre que digo que soy hija única, la respuesta es que me dan todo lo que quiero. Pero creo que depende de la educación. Mis padres me daban lo que podían, pero no me convertí en una persona caprichosa”. María coincide en que hay algo de verdad, pero matiza: “No es que te den todo lo que pides, es que todo gira alrededor de ti. Te exigen mucho, te cuidan mucho y no tienes a nadie con quien repartir esa carga. Hay cosas buenas, claro: eres la única en recibir todo el amor, toda la ayuda. Pero también toda la presión”.

Los estudios de Toni Falbo subrayan que muchos hijos únicos desarrollan una madurez y responsabilidad superiores a la media porque pasan más tiempo con adultos, hablan más y observan el mundo de forma distinta. La Asociación Española de Pediatría recuerda, sin embargo, que es importante crear entornos donde esos niños puedan compartir juegos y actividades con otros de su edad: deporte, campamentos, grupos de amigos. Todo ayuda a que aprendan a negociar, compartir y sentirse parte de un grupo más grande. Porque la soledad puede aparecer, sobre todo en la adolescencia, cuando uno empieza a comparar su familia con la de otros y descubre que a veces falta un confidente en casa para compartir problemas o alegrías.

En un contexto donde cada vez nacen menos niños y donde muchas parejas deciden o se ven obligadas a quedarse en uno, mirar con otros ojos la experiencia de ser hijo único ayuda a derribar etiquetas. Ni más mimados ni más egoístas por norma: cada historia es distinta y cada casa pone sus propias reglas. Para Aranzazu y María, ser hijas únicas les dio independencia, tiempo para conocerse a sí mismas y una relación intensa con sus padres. Al final, como dice Aranzazu, lo importante no es cuántos sean en casa, sino cómo se cuidan entre ellos. Y quizá de eso se trate: de entender que la familia no siempre se mide en número, sino en la forma de estar presente.

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