sábado, septiembre 27, 2025

La ciudad donde el mar, el tapeo y la historia nunca se acaban

Por Duaa Naciri Chraih

Hay ciudades que uno visita una vez y guarda en la lista de “algún día volveré”. Y luego está Málaga, que rara vez se queda en esa lista porque quien la pisa suele volver antes de lo previsto. Algo tiene esta ciudad andaluza que atrapa sin hacer mucho ruido: tal vez sea su clima amable todo el año, sus calles peatonales llenas de vida o esa forma tan sencilla de combinar mar, cultura, bares y buen ambiente casi a cualquier hora.

Para muchos, Málaga es sinónimo de mar. La Malagueta sigue siendo la playa urbana por excelencia: basta caminar unos minutos desde el centro para pisar arena, sentarse en una tumbona o tomar un espeto de sardinas asadas en uno de los chiringuitos del paseo marítimo. Pero no todo se queda ahí. Un poco más allá, la playa de Pedregalejo invita a probar pescaíto frito mirando barcas de colores mientras la brisa del Mediterráneo pone la banda sonora. El casco histórico es otro imán. Calle Larios, siempre animada, une tiendas, cafeterías y turistas que levantan la vista para admirar sus luces cuando llega la Navidad o su sombra fresca cuando el sol aprieta. Desde ahí, perderse es casi una obligación. A pocos pasos, la Catedral de la Encarnación, conocida cariñosamente como “La Manquita” porque le falta una de sus torres, domina el centro y se deja fotografiar desde todos los ángulos. Subiendo un poco, la Alcazaba es uno de esos lugares que se convierten en parada obligatoria. Esta fortaleza musulmana del siglo XI ofrece vistas inmejorables de la ciudad y del puerto. Justo al lado, el Teatro Romano asoma entre terrazas y restaurantes, recordando que Málaga lleva siglos viendo pasar historias.

Pero además de monumentos y postales, Málaga tiene mercados que resumen su esencia. El Mercado de Atarazanas es uno de esos rincones donde todo huele a producto fresco. Puestos de pescado, marisco, frutas y verduras se mezclan con barras donde probar un pincho de gambas o unas conchas finas recién abiertas. Aquí, lo de “comer de pie” cobra sentido: se elige un plato, se piden dos cañas y se charla sin prisa rodeado de vecinos haciendo la compra de siempre y turistas que descubren el sabor local a bocados.

Málaga se disfruta en cada bocado. Y pocos lugares lo demuestran mejor que bares como Casa Lola, un clásico del tapeo malagueño. Vermut casero, cañas bien tiradas, croquetas cremosas, boquerones en vinagre o montaditos que llegan a la mesa sin complicaciones y a precios que siguen sorprendiendo a quien viene de ciudades más caras. Comer bien aquí no exige lujos: basta con un barril convertido en mesa, buena compañía y la costumbre de pedir “una ronda más”.

Para quienes buscan más cultura, el Museo Picasso el más visitado de Andalucía recuerda que el genio nació aquí. Muy cerca, el Centre Pompidou, el Museo Carmen Thyssen o el CAC muestran que Málaga lleva años sacudiéndose etiquetas y convirtiéndose en ciudad de museos. Y cuando cae la tarde, la zona del Muelle Uno se llena de paseantes que combinan tiendas, vistas al puerto y alguna copa con la brisa marina de fondo. Un detalle que a veces pasa desapercibido es que Málaga, pese a su crecimiento, sigue siendo ciudad de bares baratos y barrios con sabor a barrio. Pedregalejo, El Palo o La Trinidad mezclan casas bajas, tabernas donde aún se canta flamenco y bares sin pretensiones donde la tapa de ensaladilla cuesta menos que un café en cualquier gran ciudad. Es esa mezcla de lo popular y lo nuevo la que hace que muchos se queden más tiempo del previsto.

Quien pasa unos días en Málaga suele marcharse con la sensación de haber encontrado una ciudad fácil: fácil de recorrer, fácil de disfrutar y fácil de repetir. Porque aquí da igual el plan: tumbarse en la playa, recorrer calles estrechas, sentarse a ver la vida pasar con un espeto en la mano o perderse en un mercado que huele a mar. Todo encaja.

Quizá por eso Málaga no presume demasiado: no lo necesita. Sabe que quien la pisa por primera vez suele volver. Y que, entre calle Larios, un espeto junto al mar y un par de cañas en Casa Lola, uno termina siempre con la sensación de que el sur, a veces, no necesita prometer nada más para quedarse en la memoria.

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