sábado, abril 27, 2024

Cesar Cabrero y Mercedes Muñiz: “Somos felices en Almiruete, en la casa que nuestra familia ha construido con sus propias manos”

Redacción

Cesar Cabrero Espada y Mercedes Muñiz Urbano nacieron uno en Ibros, Jaén, en 1941, y la otra en Cabra, Córdoba, en 1939. De familias humildes, en plena posguerra, los dos saben muy bien lo que es la necesidad. Entonces, cuando luchaban por sobrevivir en su Andalucía natal, no sabían que se iban a conocer. Ni mucho menos que acabarían hundiendo las raíces de la familia que iban a formar en Almiruete.

Ibros está junto a Baeza, Úbeda y Linares. Es tierra de olivos. Sobre su infancia -eran siete hermanos- lo primero que le sale a César es decir que “pasábamos más hambre que un talento”. Corrían los primeros años cuarenta del siglo pasado, y quienes no tenían tierras ni provenían de familia pudiente, “malvivíamos”. El padre de César, Rafael Cabrero, tenía un bar en Ibros. “Allí iban a comer y beber los ricachones del pueblo. Le pedían a mi padre cordero y vino en abundancia, a cualquier hora, ya fuera de día o de noche. A los banquetes no faltaban el cura, el sargento de la Guardia Civil, ni el alcalde”, recuerda César. Pero a la hora de pagar, las prisas no eran las mismas.

“Cuando les recordaba que aún le debían las últimas comilonas, le preguntaban que si no se fiaba de ellos. El hombre decía que sí, pero que sus hijos también comían. Hasta que un día les dijo que no les asaba una pieza más”. Harto y arruinado, se marchó a Madrid, en busca de mejor suerte para su familia.

Rafael se mudó él sólo a la capital, a pasar más calamidades los primeros años, trabajando en la construcción o en bares, pero por cuenta ajena. Con mucho esfuerzo, se pudo ir trayendo con él a su familia. Primero, al hermano mayor de César, Rafael hijo, con el que vivió en una pensión. Al año siguiente, a su mujer. Después al segundo hermano, Santiago. “Quedamos cinco en Ibros, viviendo con mi abuela”, recuerda César. El jienense fue poco a la escuela, y, además, dio con un mal maestro. “Era un gigantón, vago y malo como él solo. No nos hacía caso. Iba el lunes. El martes salía de caza. El miércoles, a dormir la mona… No nos sacaba a la pizarra ni nos enseñó nada que no fuera a tenerle miedo. Así que no pasé de la primera hoja de la cartilla. Cuando se cansaba de dormir, venía, muy despacito, a por mí o alguno de mis compañeros. Con aquella fuerza que tenía, nos levantaba en vilo, a poco que hubiéramos hecho, y nos pegaba con una vara de olivo”, recuerda. Desde los nueve años, César recogía y acarreaba aceitunas en aquellos montes peinados de olivos. “Cuando llegaba al pueblo del campo, helado, con unos mocos que se me caían de la cara, me las veía negras para descargar los capachos, yo solo”, recuerda.

A los doce años, empezó a trabajar en el casino del pueblo. Allí, los señoritos se jugaban fuertes sumas de dinero. “Entraba a las seis de la mañana, y salía de madrugada, cuando les parecía bien terminar la juerga. Jugaban al julepe y a la brisca, y se apostaban cosas que está feo que recuerde ahora, después de tantos años”, dice. En una mesa, de dos metros de ancha, según cuenta nuestro protagonista, los fajos de billetes que certificaban las apuestas se amontonaban sobre la madera “mientras los demás nos moríamos de hambre”. Aquel chaval hacía los mandados que le pedían. “Les traía vino, bacalao o agua fresca”, recuerda. César se aprendió la picaresca, de manera que “algo se quedaba por el camino, eso sí, con cuidado, porque si te descubrían, te pegaban fuerte”.

A las seis de la mañana, el chaval entraba de nuevo a trabajar, para limpiar y barrer los excesos de la noche. “Cuando se quejaban de que el agua del botijo estaba caliente, recién traída de la fuente, de la rabia que me daba, no te voy a decir lo que se acababan bebiendo”, dice con gracia.

En el año 1952, Rafael, pudo, por fin reunir a toda la familia en Madrid. “A mi padre le dieron una casa en el Pozo del Tío Raimundo, en la que durante un año, vivimos 14 personas. Solo tenía una habitación, y el comedor”. Con trece años, César se hizo aprendiz de ebanistería, y empezó a trabajar, precisamente en la calle de La Madera, en Tribunal, para aprender el oficio en el que se jubilaría muchos años después.

“Entrábamos a las siete de la mañana y salíamos a las doce de la noche, pero ganaba 56 pesetas al mes, un dineral entonces. Hacíamos sillas de lina, butacas y consolas”. Después de aprendiz, se hizo ayudante, y comenzó a fabricar muebles. “Los he hecho de todas las clases y de todas las maderas”, recuerda.

Rafael hijo trabajaba en una oficina, de botones. “Una mañana que había llovido, llegó lleno de barro y le preguntaron que dónde se había ensuciado tanto. Contestó que vivía frente a un lodazal, y que se iba a limpiar al servicio inmediatamente”, recuerda César. Alguien se apiadó de él y, al poco tiempo, a la familia Cabrero le dieron un piso en Plaza Castilla, en la calle Capitán Blanco Argibay, donde se instaló en 1954. “Allí viví hasta que me casé”.

Las circunstancias de Mercedes no fueron mucho mejores en Cabra. “Vivía con mis padres en casa de mi tía a la que tenían alquilada una habitación grande. Yo nací allí, pero como no podíamos pagar la renta, porque mi padre era zapatero y no tenía muchos ingresos, encontraron la solución yéndonos a vivir a una casita con dos habitaciones pegada a la ermita, que está en el calvario del pueblo. Había un Cristo muy bonito. Y nosotros éramos los santeros”, recuerda Mercedes. Sus hermanos mayores se fueron marchando de Cabra en cuanto tuvieron la oportunidad. Ella lo hizo con trece años, en 1952. Se hizo costurera, trabajado muchos años en los talleres Quiroz, proveedores de Cortefiel, como maquinista.

También su familia tuvo “suerte”. El ministro franquista José Solís Ruiz era nacido en Cabra. “Era un buen hombre, que ayudaba a quien podía. Por él le dieron a mi padre un piso en el pueblo de Fuencarral”, recuerda Mercedes. Entonces no existían los hospitales de La Paz y Ramón y Cajal, ni la Plaza Castilla. “Todo aquello era campo”, sigue la cordobesa.

César y Mercedes se conocieron y enamoraron en los bailes del pueblo de Fuencarral. Se casaron en 1965, en la Iglesia del pueblo de Fuencarral. Y compraron, o más bien creyeron que habían comprado, un piso en Alcorcón. “La empresa dio en quiebra. Fracasamos y perdimos el dinero”, lamenta Mercedes. Al poco tiempo, pidiendo un dinero prestado a la madre de Mercedes, que luego devolvieron religiosamente, dieron la entrada de un segundo piso, en Leganés, un cuarto sin ascensor, que aún conservan en propiedad.

Y fue la casualidad la que les condujo a Almiruete. “Mi hermana y mi cuñado, que no tuvieron hijos, venían a menudo al río Sorbe, a pasar los fines de semana”, recuerda Mercedes. Un día, al llegar al cruce de Almiruete, vieron el pueblo de fondo, precioso, y entraron a conocerlo. “Parecía un nacimiento, lleno de árboles”, recuerda Mercedes, “pero en ruinas”, apunta César. Corrían los primeros años setenta. Muchas de las casas estaban a la venta. La hermana de Mercedes compró una, a la entrada del caserío. César y Mercedes ayudaron a reconstruirla. Un tiempo después también ellos se animaron a comprar otra. “Como no podíamos ir de veraneo, porque no teníamos dinero, pensamos que sería buena idea tener un lugar donde descansar, cerca de Madrid. Por eso nos decidimos”, cuenta César. A ellos les gustó más la falda de la montaña, protegida de posibles inundaciones. Además, el terreno que les vendían era amplio, con sitio para el esparcimiento de la familia. Se lo compraron a Lucas Manada.

El barrio era, en Almiruete, el lugar donde se hallaban las casillas del ganado. No tenía, como el resto del pueblo, ni luz, ni agua. Todo eso vendría después, de la mano de una persona a la que Mercedes y César recuerdan con especial cariño, y que fue alcalde pedáneo del pueblo, Félix Serrano, y del alcalde de Tamajón, Manuel Esteban. “Era un hombre distinto al otro alcalde pedáneo que habíamos conocido. Le tenían que hacer una estatua en la plaza de este pueblo”, dice César. A partir del año 1975, la familia iba prácticamente todos los fines de semana para ir levantando la casa que ahora tienen en el pueblo. “Poco a poco, aún sin tener conocimientos de albañil, convertimos una casilla de ganado en nuestra vivienda. A veces nos veníamos mi hijo César y yo, los dos solos, a trabajar. Veníamos en el metro, en el tren, y luego andando desde Tamajón, hasta Almiruete. Salíamos a las tres de la tarde y llegábamos a las nueve de la noche. En Almiruete, le preparaba a mi hijo la cama, con unas puertas como somier, y unos ladrillos como patas, le hacía lumbre, para que no pasara frío y, mientras él se entretenía con sus juguetes, yo trabajaba”, cuenta César. La familia ha construido la casa y sus ampliaciones durante tres décadas, con su esfuerzo.

Cuando llegó la familia Cabrero Muñiz a Almiruete, no quedaban muchos vecinos, sólo personas mayores, que se alegraban cuando veían aparecer a los niños cada viernes. Ahora, los Cabrero Muñiz están plenamente integrados en el pueblo. De hecho, César y Mercedes viven de continuo allí.

“Yo, que viví entre cerros y campos en Cabra ocho años, y que he visto buitres y animales de todas clases, y me encantan, cuando estoy en Almiruete, disfruto igual que lo hacía de niña”, dice Mercedes. “Yo, en mi casa, tengo mi terreno, con huerto y frutales, y mi tallercito de carpintería, con mi maquinaria. He ido ampliando la casa al mismo tiempo que crecía mi familia. Aquí, soy feliz con mi mujer”, termina César.

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