Roberto “Manos de Piedra Durán”: el campeón que golpeó la historia con el alma

Por José Agustín Solís

En el humilde barrio de El Chorrillo, Panamá, entre calles polvorientas y casas de lata, nació una leyenda. El 16 de junio de 1951, Roberto Durán Samaniego vino al mundo en brazos de su abuela, lejos del hospital y del confort. Su madre no llegó a tiempo. Ese día, sin que nadie lo sospechara, el boxeo latinoamericano recibía a uno de sus más grandes guerreros. Roberto, también conocido como El Cholo, sería más adelante el hombre que desafió a los mejores del mundo y que levantó a todo un país con sus puños.

Desde pequeño, Durán conoció el hambre, la calle y la dureza de la vida. Vendía periódicos, limpiaba zapatos, hacía de recadero. Dormía fuera de casa, buscaba sustento donde fuera posible. Creció entre peleas y carencias, y fue en ese contexto donde encontró su primera defensa: el boxeo. A los 16 años debutó profesionalmente, ganando por puntos en Panamá a Carlos Mendoza. Lo que siguió fue una carrera de película: 119 combates, 103 victorias (70 por nocaut) y cuatro títulos mundiales en distintas divisiones.

Roberto Durán no fue simplemente un buen boxeador. Fue, para muchos, el más grande peso ligero de la historia. En 1972, con apenas 21 años, ganó el título mundial de los ligeros en el Madison Square Garden al derrotar al escocés Ken Buchanan, en una pelea recordada por su final polémico tras un presunto golpe bajo. No importó: Durán ya era campeón. Durante seis años defendió ese título con fiereza, noqueando a casi todos sus rivales.

Aquel joven de mirada salvaje, con una media sonrisa de desprecio y hambre en cada movimiento, no paraba. Subió de categoría y siguió haciendo historia. El 20 de junio de 1980, venció a Sugar Ray Leonard y se convirtió en campeón mundial wélter. Tres años más tarde, en el Madison, derrotó a Davey Moore y se coronó como superwélter. En 1989, ganó también el título de los medianos ante Iran Barkley. Cuatro divisiones. Cuatro títulos mundiales. Un hombre. Un país detrás.

Pero la historia de Durán no sería la misma sin el dolor y la redención. Tras su victoria ante Leonard, vivió con desenfreno. Comidas, fiestas, excesos. Volvió al ring mal preparado y se rindió en plena pelea. El famoso no más que pronunció en la revancha contra Sugar Ray Leonard se convirtió en una cicatriz pública. Lo llamaron cobarde. Su reputación cayó. Nadie lo recibió en el aeropuerto al volver a Panamá.

Sin embargo, Durán volvió. Se reinventó. Volvió al gimnasio, volvió a luchar, volvió a ganar. Le ganó a Moore, peleó con Hearns, Hagler, Camacho. Perdió algunas, ganó otras, pero nunca dejó de pelear. «Cuando nadie da nada por mí, es cuando yo me crezco«, decía.

Durán fue más que un atleta. Fue un símbolo de lucha y orgullo para los panameños. Repartía dinero en su barrio, apoyaba a los suyos. Era el hijo del pueblo, el que golpeaba con el alma. Entró en la historia como uno de los cuatro grandes que marcaron la era dorada del boxeo junto a Leonard, Hearns y Hagler. Fue el único no estadounidense del grupo, y el único con el corazón indomable del trópico.

Entre sus frases más recordadas está una dirigida a su rival Esteban de JesúsNo me agrada por muchas razones, principalmente porque es el único que me derrotó y me derribó. Pero también por eso lo respeto«. Y cuando su viejo rival enfermó de sida en 1989, Durán fue a su lecho de muerte, lo abrazó, lo besó y le dijo: «Tú siempre vas a ser mi campeón«. Una escena humana que desarma cualquier mito de dureza.

Su estilo era único: agresivo, técnico, impredecible. Se lanzaba sobre el rival con rabia contenida, esquivaba golpes con cintura de bailarín, contragolpeaba como un maestro. Para Mike Tyson, Durán fue su ídolo. Durán era un chico de la calle, decía cosas como te vas a la morgue… Yo veía eso y decía: ese soy yo. Joe Frazier lo comparó con Charles Manson, no por locura, sino por la intensidad brutal con la que combatía.

Su infancia sin padre, su vida de calle, su hambre, moldearon su carácter. No sentía remordimiento. Peleaba como si la vida le fuera en cada asalto. Llegó a noquear a un caballo de un puñetazo por una apuesta. Se fracturó la mano. Siguió peleando igual.

En 2001, con 50 años, se subió por última vez al ring. Perdió ante Héctor Camacho. Poco después, un accidente de tránsito en Argentina casi le cuesta la vida. Estuvo muerto clínicamente durante 30 segundos. Se retiró oficialmente con 103 victorias, 16 derrotas y 70 nocauts. Fue el único en la historia que logró victorias por KO en todos los asaltos posibles del boxeo profesional.

Hoy, su legado sigue vivo. Hay una película sobre su vida. Su nombre está en estadios, libros, canciones. Su rostro sonriente aparece en convenciones, ceremonias, homenajes. Su historia sigue inspirando a quienes, como él, nacieron con todo en contra.

Durán fue, es y será mucho más que un boxeador. Es la encarnación de un pueblo, de una raza peleadora, de un espíritu indomable. Su vida tuvo luces y sombras, pero nunca dejó de brillar. Viejo es el viento y todavía sopla, decía. Y él, como el viento, sigue presente.

Cada vez que suena una campana en un cuadrilátero, en algún rincón del mundo, alguien recuerda a ese muchacho de El Chorrillo que se puso los guantes y golpeó la historia con sus puños. El que nunca se rindió. El que, con manos de piedra, escribió con sangre, sudor y gloria una de las páginas más intensas del deporte mundial.

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