viernes, septiembre 26, 2025

¿Y si llegar a los 30 no era tenerlo todo claro, sino dudarlo todo?

Por Duaa Naciri Chraih

Durante mucho tiempo, los treinta representaron la madurez. Esa etapa en la que, según el guion tradicional, una persona ya debía tener un trabajo estable, quizá una pareja seria, algún que otro plan de futuro y, con suerte, una hipoteca bajo el brazo. Pero en los últimos años, esa imagen se ha desdibujado. Y lo que antes era certeza, hoy se vive con vértigo.

Cada vez más adultos llegan a los 30 sintiéndose desubicados. No saben si han elegido bien su carrera, dudan de su empleo, se replantean su estilo de vida y sienten que los demás van por delante. Es una sensación difícil de explicar, pero muy compartida. No siempre se vive como una crisis evidente, con lágrimas o decisiones radicales. A veces es más sutil: una incomodidad constante, una comparación silenciosa o esa pregunta que aparece en la cabeza de forma recurrente: “¿Estoy haciendo lo que quiero?”.

Hay quien lo llama la “crisis del cuarto de vida”, aunque en realidad suele llegar un poco más tarde, cuando la inercia con la que se arranca la vida adulta empieza a perder velocidad. Ese momento en que uno se da cuenta de que ha estado corriendo mucho tiempo sin pararse a pensar hacia dónde. Y cuando lo hace, todo empieza a tambalearse.

El ruido externo tampoco ayuda. Las redes sociales están llenas de personas que a los 30 parecen tener la vida resuelta: viajan, emprenden, compran casas, tienen hijos o cambian de ciudad con una facilidad envidiable. Y cuando uno compara esa imagen brillante con su propia realidad —un alquiler compartido, un trabajo que no entusiasma, relaciones que no cuajan— es fácil sentirse fuera de lugar.

Pero lo cierto es que muchos están en ese mismo punto, aunque no lo parezca. No saber qué se quiere exactamente no es sinónimo de fracaso, sino una consecuencia lógica de un mundo que ha cambiado demasiado rápido. Nuestros padres, a esa edad, quizá ya llevaban años en la misma empresa o habían formado una familia. Hoy, lo que se valora es la flexibilidad, la reinvención constante, la capacidad de adaptarse. Y eso, aunque suene moderno y estimulante, también desgasta.

Además, la exigencia de tener todo claro a una edad concreta no tiene mucho sentido. Los treinta no son el final del camino. Son, en todo caso, una curva pronunciada donde muchos ajustan el volante. Donde se deja de hacer lo que se esperaba, para empezar a preguntarse qué se quiere realmente. Y eso, aunque confuso, también es un comienzo.

La sensación de estar perdido no siempre viene de no tener nada, sino de tener algo que no se siente propio. Un empleo estable pero desmotivador. Una pareja funcional pero distante. Un estilo de vida cómodo pero sin brillo. A veces, lo que bloquea no es el vacío, sino el peso de lo construido. Las expectativas, la presión, el miedo a romper con lo establecido. Y eso requiere otro tipo de valentía: la de parar, mirar hacia dentro y tomar decisiones que no siempre gustan a los demás.

También hay que hablar del agotamiento. Muchas personas han pasado años encadenando estudios, trabajos precarios, alquileres complicados y relaciones breves. Todo eso va dejando huella. En muchos casos, sentirse perdido no es una crisis existencial, sino el resultado de un desgaste acumulado. Y lo que se necesita no es una gran revelación, sino simplemente descanso. Espacio. Tiempo sin exigencias.

Por eso conviene dejar de romantizar el “tenerlo todo claro” y empezar a normalizar el “aún estoy encontrando mi sitio”. Porque nadie tiene la vida perfectamente resuelta. Y quien lo aparenta probablemente también esté lidiando con sus propias dudas. Ser adulto no es tener todas las respuestas, sino aprender a convivir con algunas preguntas abiertas.

No tenerlo todo definido a los treinta no te deja atrás. Al contrario: muchas personas encuentran su vocación a esa edad, cambian de rumbo, se reinventan o simplemente aprenden a estar en paz con la incertidumbre. No siempre se trata de hacer grandes cosas, sino de recuperar el sentido de las pequeñas. Saber lo que ya no quieres, aunque aún no sepas lo que viene después, también es una forma de avanzar.

Reordenarse a los treinta no es un error. Es un acto de honestidad. Es el momento de dejar de responder a lo que se esperaba y empezar a preguntarse con sinceridad: “¿Qué quiero yo?”. Y, en muchos casos, ese pequeño giro de mirada puede marcar una gran diferencia. Así que si a los treinta te sientes perdido, no estás solo. No estás mal. No estás tarde. Estás, simplemente, en medio de un proceso que muchos atraviesan en silencio. Porque a veces perderse un poco es la única forma de encontrarse de verdad.

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